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SANANDO LA PIEL, SANANDO EL ALMA

Aquí tienes una versión más larga y enriquecida de la historia, con algunos detalles y matices añadidos para mayor profundidad:

Hoy, una mujer llamada Ana llegó a mi consulta con una expresión de cansancio y una mezcla de esperanza y escepticismo en la mirada. Venía a constelar un tema que la había acompañado como una sombra durante años: un eccema persistente en su mano derecha. Las lesiones, a veces sangrantes y siempre incómodas, no solo afeaban su piel, sino que se habían convertido en una barrera que le impedía disfrutar plenamente de actividades que amaba: el deporte que la liberaba del estrés, el yoga que la conectaba con su cuerpo, la danza que le permitía expresar su alma.

 

Aunque traía consigo otras inquietudes, como dificultades en sus relaciones y una sensación general de falta de propósito, sentía que este síntoma físico era el que más la oprimía. Era como si su propia piel, en un lenguaje que aún no lograba descifrar, quisiera contarle una historia que se resistía a ser escuchada.

 

Al iniciar la sesión, después de crear un espacio seguro y de confianza, la invité a profundizar en el origen del eccema. "¿Desde cuándo te acompaña este malestar?", le pregunté con suavidad.

 

Su respuesta llegó con un suspiro. "Hace cinco años", dijo, y su voz se quebró ligeramente al añadir: "Justo cuando murieron mi padre y, poco después, mi querida tía". Un año más tarde, el destino volvió a golpear con la pérdida de su madre.

 

En su relato, se percibía una carga emocional pesada. Me confió que la consumía un sentimiento de culpa punzante. La atormentaba el recuerdo de no haberse despedido de su tía como hubiera deseado, ya que un viaje familiar la había mantenido lejos en esos momentos cruciales. Y también la angustiaba la memoria de cómo se había comportado con su madre en sus últimas horas de vida, marcada por la impaciencia y el agotamiento. Las palabras "culpa" y "remordimiento" resonaban con fuerza en la sala.

 

Para comenzar la constelación, la guié para que eligiera representantes del grupo. Con manos temblorosas, seleccionó a personas del taller para que representaran a su madre, su padre, su tía y a ella misma.

 

La escena que se desplegó ante nuestros ojos fue reveladora. El representante del padre se situó en un extremo del espacio, con la mirada perdida en la distancia, transmitiendo una sensación de lejanía emocional. En contraste, la madre y la tía se ubicaron cerca de Ana, rodeándola con una presencia cálida y una mirada llena de cariño y compasión.

 

Al contemplar la imagen, las lágrimas brotaron de los ojos de Ana. Reconoció el peso que cargaba por no haber estado presente en la despedida de su tía, un dolor que había reprimido durante mucho tiempo. Sin embargo, al observar la escena, también emergió una nueva comprensión. Recordó que, en realidad, se había despedido de su tía unos días antes, en un encuentro lleno de afecto y palabras de agradecimiento. Se dio cuenta de que, en ese momento, había hecho lo mejor que pudo, dadas las circunstancias.

 

La representante de la tía, con una sonrisa serena, se acercó a Ana y, con voz suave, le transmitió un mensaje de aceptación y paz: "Todo está bien, querida. No hay nada que perdonar".

 

Guiados por la dinámica de la constelación, exploramos más a fondo la relación de Ana con su familia. Descubrimos que, durante la infancia, su tía había ocupado un lugar casi maternal en su vida, brindándole el cuidado y el afecto que su madre, absorbida por sus propias responsabilidades, no siempre podía ofrecerle. Ana reconoció el amor incondicional que sentía por su tía, la importancia de su presencia en su desarrollo emocional y el vacío que había dejado su partida.

 

Poco a poco, a medida que la constelación avanzaba, Ana comenzó a aceptar el destino de su familia, a comprender que cada uno había seguido su propio camino. El nudo de la culpa que aprisionaba su corazón comenzó a aflojarse, dando paso a una sensación de liberación y alivio.

 

Para cerrar la constelación y facilitar la integración de este nuevo entendimiento, la invité a dirigir unas palabras a su madre y a su tía.

 

Con la voz temblorosa pero firme, se dirigió a su madre: "Mamá, gracias por darme la vida. Tú eres la grande, yo soy la pequeña. Gracias por mirarme con buenos ojos, por tu amor, aunque a veces no supiera verlo".

 

Y luego, con una sonrisa dulce, se dirigió a su tía: "Tía, te quiero, pero tú eres solo mi tía. Mi mamá es ésta", señalando a la representante de su madre.

 

Al pronunciar estas palabras, todos los presentes sentimos un cambio en la energía del espacio. Los roles familiares comenzaron a ordenarse, las tensiones se disiparon y una sensación de reconciliación y armonía inundó la sala.

 

Meses después, recibí un mensaje de Ana que me llenó de alegría. Me contó que el eccema, que la había atormentado durante años, estaba mejorando notablemente. Poco a poco, las heridas cicatrizaban y la picazón disminuía, permitiéndole volver a disfrutar del deporte y a reconectar con la danza.

 

"Siento que, al sanar por dentro, mi cuerpo también ha comenzado a sanar", escribió, con una gratitud que se podía sentir a través de las palabras.

 

Como las constelaciones nos recuerdan constantemente, a veces el cuerpo encuentra formas de expresar lo que las palabras no consiguen. Para Ana, este fue un paso fundamental en su proceso de sanación, un viaje hacia la reconciliación con su historia y la recuperación de su bienestar.

 

 

Y la historia no terminó ahí. Dos meses después de aquella constelación transformadora, Ana tomó una decisión valiente: se inscribió al curso bianual de constelaciones familiares y sistémicas. Sintió el llamado a profundizar en este enfoque terapéutico, a aprender a acompañarse a sí misma en su propio proceso de sanación y a adquirir las herramientas para acompañar a otros en la exploración de sus historias familiares.